Destellos de lucidez

Opinión | 27/04/2023

Qué destellos de lucidez asoman a trompicones, renqueantes, cuando la demencia inocula su distorsión neuronal. Un deterioro progresivo donde se mezcla y difumina la conciencia, el recuerdo, la identidad de uno, de todos. Presenciar cómo se desmorona indefectiblemente un ser querido, siendo uno incapaz de resolver, de arrancarle el velo cruel que lo indispone, lo coarta y confunde es una experiencia de una gran intensidad emocional.

Esas miradas estáticas, cercanas y únicas se perciben como un consuelo, como un momento de interacción sin filtros, sin palabras, con un lenguaje directo, penetrante. Es otro tipo de enlace, otra manera de sentir, otra opción para conmoverse solo con el roce nítido de las pupilas.

Deben llorar por dentro, resistiendo la avalancha de lágrimas que esperan su salida. Conteniendo el llanto, sonríen débilmente para contrarrestar el impulso natural de la pena. Deben ser resistentes ante su familiar que a duras penas comprende pero está, sufre, ríe, existe, pero ya no interpreta y percibe como antes, como ese ayer, como esa vida que se esfumó. La relación transformada y adaptada a una nueva manera de amarse se ve alterada por una incertidumbre oxidante, tomando el control, posicionándose en primera línea, produciendo pensamientos negativos, miedos, ofuscando parte de la paz necesaria donde descansar y regenerarse.

Los silencios también están preñados de vida, también ofrecen un bálsamo para los dos, mientras cada uno, a su modo, va configurando su presente, disfrutando de una melodía en un café, saboreando un pedazo de pastel, sintiendo las caricias, rozando sus manos que se abrazan como nunca antes sucedió. Este tipo de Amor alberga un misterio, es una oleada gigantesca, un árbol antiguo, un astro indiferente a las leyes físicas, es un terco aldabonazo al materialismo suicida que atenaza a este mundo.

Al afectado se le cuida gracias a ese impulso compasivo que trata a la vida de una forma distinta a la lógica, no somos animales, nos parecemos a ellos, sin duda, pero no nos comparemos a ellos, con el desprecio subyacente con el que se suele hacer. Nuestra estirpe lejana, rupestre, en algún momento culminante de su conciencia comprendió que a los heridos, enfermos o personas mayores del clan se les debía un favor, el más difícil de todos. Se les debía proteger, aunque con ello peligrara la supervivencia del grupo, se les debía ofrecer los cuidados que fuesen necesarios aunque ya éstos no produjeran nada, mas al contrario, fuesen una carga. Pero algo inesperado brotó, algo se desprendió del pragmatismo instintivo de supervivencia, un sentimiento que iba en contra de la razón y esa fuerza eliminó la tendencia a ir dejando atrás a aquellos que ya no se valían por sí mismos.

Un salto cultural de enorme envergadura. ¿Qué seríamos hoy sin ese chispazo que surgió hace millones de años? Quien esto lea y, si la suerte le acompaña, llegará a una edad donde su cuerpo se vaya marchitando, las arrugas inundarán su piel y la mirada reflejará la experiencia vivida pero rodeado de un mundo nuevo, en continuo progreso que le abrumaría.

Las personas mayores son un espejo real, sin deformidades, sin retoques, sin filtros. Un aviso y una guía para no descarriarse. La vejez antiguamente era valedora de honorabilidad. Hoy, en todo caso, un bache a evitar.

Un buen amigo mío, Pedro, un sabio de la naturaleza, me contaba triste mientras paseábamos sin prisa por la montaña, que cuando él era jovenzuelo en los días señalados, los días cuando la familia se reunía, el abuelo o la abuela hablaba. Contaba todo tipo de historias, los más pequeños escuchaban con deleite, se creaba una atmósfera poética, el patriarca en el centro se convertía, en esos días, en una gran columna antigua que soportaba el techo y apoyaba sus pies agrietados en el suelo como nadie sabía hacer. Un aura indescifrable, un poder invisible le otorgaba la capacidad de imantación, un poder que toda la familia presentía y sobre todo los más pequeños que, conectados a su héroe, se embelesaban escuchando detenidamente sus mitos, sus aprendizajes, sus remotos amores… en fin, su vida rebosante de acontecimientos.

Hoy en día ese clima tan especial ha sido tenazmente barrido. Hoy en día poco interesa lo que nos cuente la edad. Todo ese mundo se ha desvalorizado, tirando al vacío el enlace con las personas que ya no sirvan, que no sepan quien es el nuevo influencer, que no inviertan en bitcoins, que su estética clásica no cuaje con la modernidad…

El Amor se ha reducido miserablemente a una mezcla de extrañas emociones prefabricadas, a un amor propio desmesurado, ahora el amor romántico ya no se lleva. Está bien progresar, evolucionar, pero eso no implica que todo lo viejo, lo antiguo, lo tradicional sea objeto de burla, de escarnio.

Yo, a mi abuelo Alejandro Palmero Cortés, lo recuerdo sentado en la mesa de un bar, bebiendo sus chililis, como él los llamaba, fumando ducados, y ayudando al propietario a recoger las mesas. Le gustaban los toros, seguro que con la perspectiva sobre lo que está bien y mal mi abuelo sería lícitamente criticable, una diana perfecta para vomitar toda la moralina sobre él. Pero no nos olvidemos del contexto, sino pecaremos de críticos impulsivos, de jueces de sangre caliente.

Humildémonos un poco y reconozcamos que somos falibles, manipulables. Y no olvidemos que si hoy estamos donde estamos es gracias a todas aquellas generaciones que soportaron una vida, una familia, unos gobiernos de toda índole, guerras y que sortearon las dificultades como pudieron. No olvidemos que llegar a la vejez no es un fracaso, al contrario, es una gran hazaña y, sobretodo, de las vivencias de ellos es donde nos podremos resguardar de vez en cuando para desvincularnos del mundo cada vez más retocado, mentiroso e infiel a la realidad.

Ellos nos salvarán de lo superfluo, ellos son el báculo donde beber, saborear y comprender.

Ellos, ahora, son más importantes que nunca.

Buen viaje.