Granos, gallos y hormonas

Opinión | 29/08/2022

Sin cabeza, así acabó uno de mis ratones en su táper intensivo de cría. Crías que yo, nada más nacer, las extraía sin escrúpulos para que acabaran sufriendo una muerte por asfixia u otras veces mordidos o engullidos por su propia familia.

¡Ah! Y todo ello para que sobrevivieran un par de serpientes y unos cuantos gekos y pogonas que malvivían en sus respectivas cárceles de cristal. Eso sí, con unos preciosos enrocados fabricados a base de poliuretano y pintados con ahínco, más para el disfrute del observador exterior que para el acomodo visual de sus moradores encarcelados.

Toda una penosa mezcolanza de ignorancia, juventud desestabilizada, ansia de singularidad exótica, pretensiones de salvaje civilizado y, como no, una buena dosis de estupidez autóctona típica del Vallès Occidental.

Pensad que criaba ratones para alimentar a unos reptiles clausurados que ni si quiera podías un día decidir por soltarlos, no eran autóctonos.

Todo un sin sentido, todo una bochornosa situación, que recordándola hoy desde una perspectiva madurada y con unos valores muy por encima de los que albergaba en ese tiempo de ser un completo gilipollas, me hacen humildarme y tomar una larga respiración profunda cada vez que me topo con alguna imagen perturbadora que un grupo de jóvenes de hoy en día me ofrecen a diario.

Tenemos ese tic verbal pronto a saltar de improvisto y que nos obliga a desembuchar como un susurro inaudible una frase corta del tipo "madre mía" o "vaya tela" incluso "qué pena" o "estos jóvenes...".

A mí, personalmente me ocurre.

Pero, posteriormente cuando el prejuicio se dispara y compone su ideología preñada de la asunción vital de que nosotros somos unas personas más acordes, con más decencia y dignas de merecernos un premio a nuestra falta de tontuna, comparado con esa actitud desganada, esa mirada de narco cabreado, ese caminar voluptuoso de gallo jefe o esas palabras soeces que vomitan continuamente, es en ese momento cuando procuro retrotraerme a mi no tan lejana existencia; cuando mi atuendo reflejaba sin ambages la estética violenta de un medio gitano de barrio, mi acento acentuado voluntariamente para dármelas de más barriobajero, ese oro que me rodeaba el cuerpo como si fuese un Cigala venido a menos o, también, ese tatuaje tan poco creativo que me hice mientras el atractivo tatuador se fumaba un buen porro que, como no, me lo cedió para paliar la molestia punzante de la aguja.

Gracias a eso y el recuerdo de varias sandeces más que cometí allá por los años de adolescencia sin filtros, me convencen de una cosa:

"El joven está a merced de unas condiciones de presión social que lo hacen convertirse en un ser que reclama atención y, si no la consigue, en general aumentará su apuesta escogiendo un paquete prefabricado con sus normas de conducta y vestimenta que él cree que lo ascenderán lo más rápido posible unos escalones arriba en esa carrera competitiva y agónica que hemos creado entre todos en nuestra sociedad"

Todos, absolutamente todos deben pasar por ahí, como antaño pasaron otra tongada de jóvenes buscando su posición, su identidad.

Lo que ocurre ahora, en mi opinión, es que hay tantísimo ruido, tantas y tantas opciones a escoger respecto a una identidad ya sea personal o grupal que os confundimos y surge esa sensación extraña que te empuja, como a mí me ocurre, a depositar la intimidad en las redes y así existir más, ser más visto, ser más grande. Así como esa competición cuantitativa subconsciente de los "Me gusta", seguidores, corazones y el largo etcétera de herramientas que nos hacen vibrar la dopamina.

Pues, como decía, todo ello desemboca en un afluente sintético, contaminado, que circula en círculo en un efecto absorbente, en forma de vórtice traidor y anestesiante, que irremisiblemente se expande y se alimenta de las personas que se ven dominadas por este monstruo, un monstruo cambiante que no cejará en su empeño deliberado y en connivencia con un liberalismo siniestro que se empeña en desconfeccionar nuestra humanidad más social, introduciéndonos en un mundo fragmentado y en una polarización extenuante para así desvincularnos, acorralarnos, haciéndonos sentir esclavos de nosotros mismos.

Todo ello dificulta la atención a la realidad de nuestro alrededor, la más palpable, creando una doble vida, donde la virtual parece obtener un calado de mayor relevancia, de digamos una utilidad con mayores beneficios, de un rédito más gratificante.

Un verdadero problema, más aún para todo esa juventud que trata de zafarse del anonimato para no ser excluido de ese nuevo espacio donde se juegan su prestigio, un paso en falso y catapún, ya eres un paria. Con el consecuente documento que lo certifica y expuesto a todo el mundo, un error eterno.

Es horrible.

Toda esta tendencia obsesiva la han creado las redes sociales literalmente con una efectividad muy elevada, conociendo nuestro cerebro y sus puntos débiles, estimulado nuestros receptores hormonales como ratas de laboratorio solucionando ejercicios cognitivos y convirtiéndolo en un negocio muy lucrativo. Invierten una cantidad desmesurada en estudios psicológicos para que se esté el mayor tiempo posible embobado mientras el dedo índice va desintegrando la pantalla y, lo no menos importante, esa nueva tipología de estrés y ansiedad digital que genera a millones de personas que lo primero que hacen al desembarazarse de su sueño es buscar a tientas el móvil sin antes, como dios manda, lavarse la cara, mirarse al espejo, vaciar la vejiga o incluso aligerar el intestino grueso.

¿A qué nos lleva todo esto?

No lo sé del todo, pero presiento un aumento en la complejidad del desarrollo psicológico, que nos impide el normal proceso de los pasos que se deben dar con tranquilidad y pisando fuerte, pasos por ejemplo de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a convertiste en un ciudadano maduro, adulto y con una personalidad crítica, estable y alejada lo más posible de los anzuelos lanzados para que piques cuanto antes y comiences a consumir tanto ideas, ropa, alimentos, política, tecnología...

El anzuelo está cada vez mejor optimizado, es más goloso y se encargan de convencernos de que es un anzuelo benigno. El que no quiere ser atrapado por él y lanzado con furia hacia el vórtice devorador de conciencias deberá ser muy diestro, audaz, perspicaz y un poco cabrón.

¡Buen viaje!