Ocurre

Opinión | 03/09/2022

Cómo le suda el rostro a ese joven postrado en el suelo, compuesto de retales cortantes, afilados. Él busca exageradamente una verdadera meta y un sueño, un impulso que lo mantenga por encima de su propia mugre, un amor que le suavice, le lime sus contornos, sus tendencias extremas.

Los dos iris azulados y vidriosos centrados en las nubes algodonosas, las manos abrazándose el cuello, insensibilizadas, sangrantes, parecen agarrarse a él mismo, para no volver nunca más a levantarse.

Su peso se hace más robusto, se hunde, se ahoga entre vida, entre vegetación madura, flores, clama mentalmente, se odia.

El pecho, hinchado del último aire, se aferra a resistir, sus vértebras se curvan para aumentar la posibilidad de un nuevo suspiro vitalicio, el corazón late como nunca lo hizo, trabajando intensivamente, el organismo no entiende de mortificaciones, de tétricos romanticismos suicidas.

Las venas tensionadas, presionando la sangre con el objetivo de dirigirla apresuradamente a su destino para no colapsar, no desfallecer ahí tirado como una hoja más, como un proceso natural, pero sin adelantarlo, sin evadir la vida.

Un crujido, espasmos, rompe una costilla, el joven chilla, el joven sufre, el joven necesita más sufrimiento, solo un poco más de ese sadismo que ha decidido utilizar para castigarse.

Necesita perder la conciencia y desaparecer de una vez por todas, desaparecer sin molestar a nadie, sin implicar, sin contaminar a amigos, familiares. Ese pensamiento autofagocitante le ronda desde hace tiempo, siguiéndole, recordándole su miseria, como un búho negro posado en una rama observa el devenir y sus molestias.

Una sensación aguda e irritante le hizo una tarde perder el norte, no hubo escapatoria. En el transcurso de unos segundos, el infierno se le apareció deseable. Hipnotizado deambuló por él, quiso conocerlo, se ofreció en sacrificio.

Todo ello fue culpa de un par de imágenes, algunos pensamientos corrosivos y el instante se torció, se reveló su potencial de destrucción. Acaparando toda la fuerza depredadora que le invadió, optó por dejarse llevar, dejarse caer en ese abismo que lo reclamaba. El joven de no más de diecisiete años, imbuido de un nuevo carácter, salió corriendo de su casa. La mirada perdida, el llanto incipiente controlado y el fuego final que le azotaba las entrañas dispuesto a consumirlo.

Paró de huir, sin aliento, sudando más por el trance que por el ejercicio. El joven, en su maratón hacia algún lugar inhabitado, se fue punzando el abdomen con un cuchillo de cocina, con rabia, con violencia, y conforme más penetraba el metal rasgándose la carne, más aceleraba, más huía.

Dejó un reguero cruel, largo y totalmente lineal. Dejó tras de sí una señal que se iba cuajando, se ennegrecía como él, dejó un monumento perecedero a la ansiedad, al estrés, a la depresión.

Antes de su última acción, de pie, sosteniéndose con las ultimas fuerza y con la certeza total de su final, hurgó con una mano en el bolsillo interior de su chaqueta, extrajo un puñado de pastillas, se las introdujo en la boca, y con la otra mano bebió una mezcla casera, preparada con Jack Daniels, lejía y miel, la bebió temblando, llorando, muriendo, con los ojos cerrados.

En la mente de cualquiera puede surgir la guadaña como aviso, el símbolo puede cambiar, una pistola, un arma blanca, un salto, pastillas, la imagen se transformara dependiendo de cada uno, pero sin duda, no es descartable que pueda sucederte en el futuro.

Si ocurre, dale la importancia que se merece, que es mucha, no lo dejes pasar, no pierdas más tiempo, busca ayuda.

No solo sufres tú, eso métetelo en la cabeza, piensa en ti por supuesto, pero piensa en el dolor que dejarías pendiente como una losa invisible sobre tus seres queridos.

Déjate ayudar, aunque sea por amor a los demás.