Novela: "La retranca del Íbero" 1

Novela: "La retranca del Íbero". | 15/01/2022

Nueva York, 14 de diciembre de 1955. Sesión del consejo de seguridad, España es admitida en Naciones Unidas como observador permanente.

15 de diciembre de 1955, Madrid. Bar el Secreto. La trastienda a rebosar de humores sexuales.

La radio suena con solemne tono gracias al locutor Matías Prats, de certera locuacidad e impecable disertación sobre los acontecimientos a describir. Hoy se encargará de informar a sus compatriotas que España, después de tantos tiras y aflojas, al final consigue ser admitida en la dichosa agrupación de Naciones Unidas, ese Club geopolítico de alta fidelidad con unos valores democráticos infalibles.

(El autor de este libro duda de tal pretenciosa aseveración. Conste).

Esta suerte de asociaciones entre distintos países impedirá que no vuelva a ocurrir algo tan deplorable como la segunda guerra mundial. La ONU pretende mantener la paz entre los distintos miembros que la configuran, entablando conversaciones de timbre diplomático en cuanto surjan indicios de cualquier tensión internacional.

—Buenos y gloriosos días compatriotas de esta España libre de mácula, impoluta e incorruptible patria que nos acoge con conmiseración en los momentos más difíciles. Ayer, día 14 de diciembre, nos introducimos con una entrada triunfal desprovista de debilidad y henchida de valor, en la sofisticada organización de las Naciones Unidas. Compuesta por una retahíla de países de todo nombre y pelaje, acaba de subir varios escalafones de golpe gracias al enérgico efluvio de valores humanos que ha adquirido nada más inscribirnos como parte de esta compleja estructura benéfica. Deberemos agudizar los sentidos y ser contundentes para que no se infiltren tendencias de raigambre masónico-marxistas en los momentos que se quieran aprobar concesiones ilícitas a nuestros antagonistas de la moral verdadera. Que no se nos tuerza la patria por el contacto lesivo que tendrán que resistir nuestros ministros en las diferentes reuniones que les toque residir cerca de los dirigentes de países no precisamente honrados por sus desviaciones grotescas.

Acabada la verborrea contumaz del locutor, el silencio se rompe en el Bar Secreto, un bar provisto de sorpresas insólitas. Es un local que, oficialmente, no es de una extensión amplia. Al empujar sus dos puertas de entrada, uno ya percibe, ipso facto, que allí se cuecen todo tipo de, digámoslo en voz baja y con un eufemismo ratero, negocios disfuncionales, por no decir deshonestos pactos, eso sí, entre individuos de la mejor y peor ralea de Madrid.

Geométricamente, es un cuadrado casi perfecto. Nada más apoyar la vista al entrar, se contempla una docena de mesas de madera desgastada con sus sillas aparejadas. A la izquierda, la vista topa de bruces con una barra metálica que recorre toda la pared lateral hasta su final. Conforme los ojos se acomodan a la parcial semioscuridad que regenta el antro, se percibe un par de ojos grandotes y saltimbanquis escrutando detrás de la barra cuya frase tradicional del local invade sin previo aviso. —¡Rita le saluda y el gordo te disfruta!—interpela el barman Rita el Gordo. Toda una belleza para el que sepa encontrarla en concupiscente repositorio de grasa bisexual.

—¡Rita le saluda y el gordo te disfruta!—canturrea el barman a un cliente que de vez en cuando se deja pasar por el Bar Secreto. —Jacinto ¡Cuánto tiempo! Hace semanas que pienso en ti, preocupadita me tenías, ¿anda todo bien? —Rita necesito una copa doble de coñac, nada más. Voy al baño y, cuando descargue, charlamos de lo que quieras. —De acuerdo, pero no te ruborices si, mientras vas desorinándote, oyes los mugidos como de una vaca—prosigue en voz bajita—. Hoy ha aparecido Francisco el Rústico, pidiéndome un… bueno después te lo explico.

Jacinto, mientras se dirige al excusado, va saludando con una extraña displicencia a la clientela que se va encontrando de camino al lavabo. De reojo reconoce al maestro Carballo que se encuentra sentado en la mesa más arrinconada y con menos iluminación del local, es la primera vez que lo ve en el Secreto.

Jacinto, ya en el interior del excusado, se desabrocha la cremallera de su nuevo pantalón obsequio de un contacto militar Americano y, al disponerse a miccionar con las falanges ya adheridas a su pellejo estriado, escucha muy sutilmente el tintineo de una campana y la imitación femenina del mugir de una vaca. Escandalizado, aprieta el abdomen y consigue estimular la vejiga. Ya más liviano, vuelve a la barra y, directamente solo con la mirada de estupor que se le ha quedado por los sonidos perturbadores de la maldita trastienda, Rita comprende que Jacinto se merece una explicación.

—Ve acostumbrándote, cada vez me piden faenas más denigrantes para mi personal... —Pero Rita, qué demonios te ha pedido el Rústico? —Entiéndeme, el dinero va por delante de cualquier consideración moral o ética. El cliente manda y, si me pide que le cuelgue del cuello un cencerro a la Sudores, recubra el suelo del picadero con una bala de paja, un abrevadero para que el Rústico vaya hidratándose conforme la fogosidad de empotre lo vaya desgastando y, más lo último y no menos importante, que cuando acabe el bovino espectáculo, los dos se acurruquen estiraditos en el mullido pajar para ir lamiendo el cuerpo sudoroso de la Sudores hasta que el patán se duerma… así tiene que ser. Fíjate a qué niveles de delirio sexual está llegando el español. —Espero que al menos reciba una buena propina la señorita Sudores. —No lo dudes, mañana le doy el día de asueto para que olvide el percance. Cambiando de tema Jacinto, ¿cómo le va a tu família?

—Pues mi Hemi está muy encaracolada con la idea de presentarse a algún casting de canto. No para de escuchar música en la radio y me tiene frito, ayer no dejó de tararear una canción de los Javaloyas, y mi Rodolfiyo, ese cara dura, se me está desmadrando un poco. Entre mi trabajo y Hemi canturreando todo el santo día, tenemos al niño asalvajado en casa. Esta semana tengo cita en la escuela para hablar con el maestro Carballo.

—Pues hace cuestión de dos horas que se encuentra, él solito, en la mesa más desagradecida del local y solo me ha consumido un café y una copa de vino. Un poco extraño ¿no le parece? —Quién sabe, Rita. Estará pasando un mal momento, necesitará un poco de soledad.

Mientras Jacinto va sorbiendo su copa etílica, Rita el gordo, con un andrajoso trapo color canela, va secando la vajilla sin mirarla, porque su vista se encuentra posada en la nuca del señor Carballo. En sus adentros se pregunta qué le sucederá al maestro de escuela. Jacinto la sustrae de su ensimismamiento al dejarle las monedas sobre la mesa y despedirse con un tono jovial.

—Buenas tardes Gordo, ¡me marcho! —¡Con Dios, Jacinto!

Justo en el momento que los pies de Jacinto pisan la calle Madrileña, como si Carballo tuviera un resorte invisible pegado a Jacinto, el maestro se pone en pie, recoge los dos vasos de la mesa, posiciona la silla en su sitio, va hacia la barra, pide la cuenta, Rita le cobra y, sin prestarle la más mínima atención al Gordo, el misterioso Carballo, con una lánguida vocecilla, se despide del barman.

A Rita le quedan un par de horas para cerrar e irse a su casa a descansar, últimamente está muy solicitado. Un par de agentes se citan con él periódicamente para sonsacarle todo tipo de información. Confidencias que él adquiere a raíz de tener un nutrido grupo de clientela que, al desfogarse en la trastienda y quedar rendidos de placer, vomitan todo tipo de información que las chicas, por orden expresa del Gordo, extraen a los deslechados hombretones. Con ello, Rita consigue que su garito, no muy bien calificado por el régimen y qué decir por la Iglesia, pueda seguir con sus trapicheos ilícitos. El Gordo no tiene escapatoria, pero al menos es el único bisexual declarado al cual no se le aplica la ley de vagos y maleantes modificada el 15 de julio de 1954. Gracias a colaborar con espías del régimen, puede llevar una vida digna y no acabar internado o con el exilio más humillante.

Carballo sale decididamente del Secreto con paso firme. Con la cabeza inclinada hacia delante comienza a tomar la misma dirección que va tomando Jacinto, los separan unos 8 metros. La tarde era totalmente clara y limpia de nubarrones cuando Carballo entró al bar, pero ahora el ambiente es de un húmedo helante, que hace que los gestos al andar se vuelvan huidizos y los rasgos de la cara se contraigan creando una atmósfera de intriga. Son las siete de la tarde, de un diciembre decisivo para España, la temperatura es de 5 grados y el sol hace poco que yace agazapado a la espera de un ratito más de rotación terrestre.

—¡Jacinto! —exclama de improviso Carballo, hasta él mismo se sorprende de su actitud.

Jacinto se gira frunciendo el ceño y, agudizando la vista, reconoce que el vozarrón que reclama su atención es del maestro Carballo.

—¿Necesita algo señor Carballo? —inquiere Jacinto con una minúscula sensación de extrañeza creyendo que algo no iba bien.

Antes de que lleguen a estar suficientemente cerca para establecer la conversación, pasan unos 10 segundos, que son puro silencio e intenso procesamiento mental por parte de Jacinto para adelantarse y dilucidar qué es lo que querrá Carballo.

El maestro llega, da un breve suspiro, retoma el aire y sin más preámbulos le dice:

—Perdone señor Jacinto, necesito hablar con urgencia con usted, pero preferiría que fuéramos a mi casa, vivo aquí cerca.

—Pero maestro, me está asustando, ¿ha hecho algo malo Rodolfo?

—No, no, su hijo no tiene nada que ver, es sobre otro asunto. ¿Sería tan amable de acompañarme?

La situación en la que se encuentra Jacinto le desestabiliza totalmente, y se apodera de él un miedo que hace que la sangre le galope cada vez más rápida, hasta incluso percibe como en diversas partes del cuerpo se le van dilatando los poros sudoríficos y se va empapando gota a gota. La manera de expresarse del Maestro no denota que la conversación que le urge tanto sea buena, más bien Carballo está angustiado por algo que dentro de poco descubrirá Jacinto y lo introducirá en la mayor aventura que vivirá en toda su vida.

Casa del Maestro Carballo, 15 de diciembre de 1955, Madrid.

Los dos hombres se encuentran sentados en la mesa central de la cocina donde Carballo se olvidó recoger las sobras del almuerzo de la mañana. A Jacinto le extraña ver un botellín de la aclamada Coca-Cola, la bebida de los Americanos, que se está recibiendo en el país con una inmejorable aceptación, sobre todo para los que se pueden permitir comprarla, su precio es de dos pesetas y la gaseosa, que es un producto nacional, cuesta sólo 30 céntimos.

Siguiendo el rastro del contundente almuerzo aparece, al lado de la azucarada bebida, un pedazo de pan duro y un platito con varios trozos de chorizo más un grasiento trapo enrojecido por las viscosidades del inacabado embutido bermellón. Parece que el maestro no se está molestando mucho últimamente por tratar de alimentarse de una forma más sana. El piso del Maestro está precariamente decorado, el desorden es abundante y le extraña que no aparezca colgado de ninguna pared alguna imagen religiosa. La impresión que recibe Jacinto del poco hogareño lugar donde vive el maestro de su hijo le convence al momento que el hombre, sin duda alguna, está pasando un mal momento.

Carballo insta amablemente a Jacinto que espere un momento antes de que comiencen las revelaciones y se apresura a recoger sus desperdicios rápidamente, los deposita en la pica que ya de por si está de trastos hasta arriba y, al darse la vuelta y dirigirse con un mantel limpio para extenderlo sobre la mesa, se cae del fregadero un plato estallando con ese ruido tan estridente típico del vajillado. Carballo se hace el indiferente al sonoro estruendo, esparce delicadamente el mantel y con su brazo derecho arrima a la mesa la silla que le incomodará el trasero al destemplado Jacinto.

—Siéntese por favor, ¿quiere algo de beber?

—No, gracias , vaya al grano.

—Bien Jacinto, primero declararle mis más sinceros respetos por los avances científicos oficiales que está llevando a cabo en el ámbito de las neurociencias y como no, también en los progresos de las investigaciones extraoficiales… Que son a mi parecer muchísimo más interesantes ¿verdad? Sin desprestigiar las demás, claro.

—¿Pero cómo diantres está usted al tanto de mis investigaciones confidenciales? Esos asuntos son de alto secreto, no entiendo nada.

—Mire Jacinto, intentaré resumir, lo más eficientemente posible, todo lo que necesita saber. Sé todo sobre usted y, cuando digo todo, me refiero a todo, no lo dude. Sé que en plena guerra civil estuvo destinado en una base subterránea de alto secreto custodiada por integrantes de la Ahnenerbe y que usted y su equipo de ingenieros trataban de manipular unos materiales de procedencia sospechosa y sé también, de buena mano, quien encontró esos materiales y como llegaron al equipo de científicos encargados de llevar a cabo el proyecto MDME, Manipulación de materiales extraterrestres.

Conforme el Maestro iba deslenguándose con tantas evidencias de que el tema era de lo más serio y peligroso, Jacinto iba adquiriendo el semblante de un cadáver cercano ya al rigor mortis, estaba sumido en un bloqueo, la sangre paralizada en sus venas estaba a punto de crearle trombos por toda la circulación. Sudaba.

—Veo que no le está sentando bien la charla ¿verdad? Le voy a traer un copazo de coñac, lo necesita, eso le espabilará, recuerde que esta bebida la llamaban el salta parapetos en la guerra, por algo sería.

—Si, necesito un trago…

Carballo se levanta con una visible sonrisa al contemplar el aspecto pálido de su interlocutor. Se dirige hacia un larguirucho mobiliario con el contenido tradicional de un bebedor compulsivo y extrae una botella de la marca Decano, un coñac nacional. Agarra dos vasos de tubo y los rellena hasta la mitad, uno de ellos se lo da directamente al descompuesto invitado sin ni posarlo en la mesa. Jacinto con la mano temblorosa, acoge entre las falanges el ansiado licor y de un trago lo precipita por su reseca garganta.

—Jacinto, hombre, ¿quiere otro?

—No. Siga contándome el porqué de esta velada tan inoportuna, Maestro.

—Por supuesto amigo, prosigo. Los materiales mencionados anteriormente los encontró en 1914 Gustav Heerwagen, un campesino de Alemania que tiene una historia fascinante que podría cambiar mucho el estado de las cosas. Oficialmente Gustav, a las 4 de la madrugada, observó en el campo enfrente de su casa, un objeto fusiforme a unos 20 metros de distancia, una nave brillante con ventanillas iluminadas por una luz azulada e intermitente. También contempló estupefacto 4 o 5 enanos vestidos con unas ropas claras y ceñidas al cuerpo. Los intrigantes seres se percataron de la presencia humana de Gustav y tomaron la decisión de entrar a la nave y huir hacia el cielo en una dirección totalmente vertical, rapidísima y sin el menor ruido que debería haber provocado la trepidante aceleración del enigmático vehículo. Ésta es la representación oficial de los hechos y la que usted también conoce. Sé también que al finalizar la desaguisada segunda guerra mundial y ser disuelta la Ahnenerbe y condenada como organización criminal, Wolfram Sievers fue condenado a la horca y Heinrich Himmler director de la organización, entre otros destacados miembros, escapó de la ocupación Rusa en Berlín. Pero parece ser que Himmler al ser atrapado por ex prisioneros Soviéticos y en pleno interrogatorio, se tomó una cápsula de cianuro y finalizó su mefítica existencia suicidándose. La evolución que fue tomando el final de la segunda guerra y la derrota de los Alemanes acabó por frenar sus investigaciones hasta que usted recibió la visita de agentes de la CIA en su propia base en 1950, a cargo del poderoso e influyente Allen Welsh Dulles. La CIA pudo recuperar del Instituto Anatómico de Estrasburgo, centro de la Ahnenerbe, referencias del proyecto MDME que usted llevaba a cabo en la base secreta de Madrid. Los cuadrados agentes secretos que hurgaron en la base y los interrogaron de la forma más pacífica posible, consiguieron minar sus resistencias utilizando técnicas de guerra psicológica para que retomaran ustedes todas las investigaciones pero, des de ese momento en adelante, controladas por la inteligencia Americana. Indudablemente no tenían ninguna otra opción ni siquiera la tuvieron los más allegados socios y panegíricos aduladores de dudosa moralidad del remilgado Francisco Franco. El Régimen Franquista también recibió la nada agradable visita de los impolutos hombres de negro en el ampuloso Palacio Real el Pardo, para conversar con Francisco Franco y toda su camaderilla de odiosos represores. Perdón por el odio visceral que vierto sobre esta España carcomida por la intolerancia más vomitiva, tengo verdaderas justificaciones para hablarle como le hablo de este régimen asesino. Pero esa es otra historia que ahora no nos incumbe.

Durante toda la verborrea del maestro Carballo Jacinto no se movió del asiento, ni pronunció una sola palabra, únicamente de vez en cuando se daba la opción de un parpadeo rápido para hidratarse las pupilas y seguir atento a la impresionante ráfaga de información que estaba descargando el maestro sobre él, a solo a un metro de distancia.

—Perdone Jacinto, ¿quiere preguntarme algo antes de que siga avanzando en mi atraco discursivo?

—No, quiero escucharlo todo de golpe y acabe cuanto antes que no debería de estar tanto tiempo en su casa, seguramente nos estén siguiendo.

—Entiendo sus prisas, pero a sus vigilantes de la CIA, los señores Robert Lindet y Arthur Stutton que lo tienen continuamente en el punto de mira, le aseguro que justamente hoy no están de servicio, digamos que se encuentran impedidos...

—¿Como? Por lo que veo maneja más información de la que me pensaba… Siga contándome igualmente y acabe rápido que no me fio nada de los Americanos, son muy perspicaces…